Maldecir siempre ha sido identificado como algo malo y como una forma
del lenguaje bastante baja, agresiva y maleducada. Sin embargo, a pesar
de todo, se debe admitir que es una manera muy efectiva de llamar la
atención y de causar un impacto en quien escucha.
Al
parecer, está relacionado con una parte muy primitiva del cerebro que
regula las emociones y se comparte con muchos otros mamíferos: la
amígdala cerebral. Esta estructura motiva al cerebro, agrede y es
responsable de las groserías y de las malas palabras. Una explicación de
ello sería que las amenazas verbales son procesadas en esta parte del
cerebro, a diferencia de otras expresiones del lenguaje. Es decir, la
amígdala cerebral cumple un papel a la hora de interpretar el peligro
que se deriva del lenguaje (como cuando alguien amenaza a otro, lo que a
menudo conlleva el uso de obscenidades). También en el cuerpo
amigdalino está la capacidad de activar el estado de lucha o de huida y,
entre otros, el envío de órdenes para la activación de
neurotransmisores como la adrenalina.
Según
el psicólogo de Harvard Steven Pinker (2007), “maldecir activa un
reflejo defensivo similar al de un animal que es herido de repente o
encerrado, y que estalla en una lucha furiosa, acompañada de una
vocalización violenta para asustar e intimidar al atacante”.
El
resultado trae a colación una explicación tan interesante como necesaria
para estas investigaciones. No es que el cerebro esté biológicamente
programado para producir adrenalina cuando escucha una mala palabra, ya
que de entrada esta idea se refutaría con la diferencia entre las
obscenidades según el idioma, sino que el motivo estaría en el mecanismo
que ayuda a aumentar la tolerancia al dolor y que sería esa respuesta
emocional a través de la amígdala cerebral la que provoca las
obscenidades.
Algo muy diferente son los estados de coprolalia o
cacolalia (vocablo que procede del griego): quienes los padecen tienen
la tendencia patológica de decir obscenidades. Las investigaciones en
personas que sufren de este síndrome sugieren que su causa puede estar
relacionada con una estructura cerebral más profunda: los ganglios
basales.
No es que el cerebro esté biológicamente programado para producir adrenalina
Los
individuos con este trastorno compulsivo son incapaces de controlarse
(trastorno de desinhibición) y, por tanto, caen en múltiples problemas
tanto en su vida personal como laboral. Este hábito de lenguaje obsceno
compulsivo es el resultado de un mal funcionamiento de ciertos
neurotransmisores del cerebro, aunque se desconoce de forma concluyente
el origen de esta patología.
Por otro lado, existen trabajos en
casos no patológicos dirigidos a averiguar el efecto que tienen las
groserías porque son consideradas una herramienta muy poderosa en el
lenguaje y la comunicación. Es digno de curiosidad creciente cómo
ciertas palabras siendo tan cortas pueden causar tanto impacto y evocar
sentimientos tan fuertes.
Los lingüistas han descubierto que las
groserías provienen de una zona del cerebro completamente diferente de
cualquier otra forma de comunicación oral. Las investigaciones
demuestran que los niños comienzan a pronunciarlas cuando cumplen 6
años, o incluso antes.
Es posible que usar groserías haga parecer a
alguien como maleducado y digno de poca confianza. Sin embargo, podría
tener algunos beneficios sorprendentes: desde favorecer la persuasión
hasta ayudar a aliviar el dolor. Asimismo, decir palabrotas involucra
una parte completamente distinta del cerebro que el resto del
vocabulario. También es fácil deducir que pronunciarlas incrementa la
efectividad de un mensaje o lo hace mucho más concluyente.
El
cerebro maneja las malas palabras de forma diferente que el lenguaje
ordinario, puesto que mientras que la mayoría del lenguaje se ubica en
la corteza y en áreas específicas del lenguaje en el hemisferio
izquierdo del cerebro, las groserías podrían estar asociadas a un área
más vieja y rudimentaria como es la amígdala cerebral.
Las
personas con disfasia (afectadas por una pérdida o trastorno del habla),
generalmente, presentan daño en el hemisferio izquierdo y tienen
dificultades para hablar. Sin embargo, hay muchos casos registrados que
pueden usar el lenguaje estereotípico de manera más fluida, es decir,
pueden hacer cosas como cantar o decir groserías sin inconvenientes.
Una
serie de estudios demostró cómo las palabrotas incrementan la
tolerancia al dolor y, en algunos contextos, pueden ser consideradas
como una forma de cortesía.
Por ejemplo, un grupo de estudiantes
que repite una grosería es capaz de mantener la mano en un cubo de agua
helada más tiempo que aquellos que pronuncian una palabra neutral. En el
mismo experimento se puede registrar también un incremento en el ritmo
cardiaco de los participantes, lo que sugiere una respuesta emocional en
sí a las palabrotas.
Las groserías podrían estar asociadas a un área más vieja y rudimentaria como es la amígdala cerebral
Grupos
de investigadores sugieren que el tamaño del beneficio potencial que
puede obtenerse de decir groserías depende de cuán grande es el tabú
asociado a la palabra, lo que probablemente dependa de con cuánta
frecuencia la persona fue amonestada de pequeño por decirla. Al
respecto, un estudio publicado en 2013 halló que personas que habían
sido castigadas más veces en la infancia tenían una respuesta de
conductancia cutánea (una categoría que mide excitación fisiológica) más
alta cuando leían en voz alta una lista de groserías en el laboratorio.
Las
personas muy groseras han sido calificadas hace un tiempo como menos
competentes y menos creíbles. Sin embargo, a través de algunas
investigaciones recientes, cabe desmentir la asunción de que decir
groserías es necesariamente el resultado de pertenecer a una clase baja o
a una falta de educación o de fluidez en el lenguaje.
Timothy Jay
y sus colegas encontraron que la tendencia a decir groserías se
correlacionaba mucho más con la fluidez verbal en forma más general, y
no era el resultado de tener un vocabulario deficiente. La universidad
de Lancaster (2004) confirmó que aunque decir palabrotas se reduce a
medida que incrementa la clase social, las clases medias altas dicen
groserías en forma significativamente más frecuente que las clases
medias bajas, lo que sugiere que a cierta altura de la escalera social a
la gente no le importan los efectos.
De todas maneras, parece que
para el cerebro las palabrotas ni siquiera son palabras, sino grumos de
emoción. De hecho no están almacenadas donde se halla el resto del
lenguaje, sino que se encuentran en otra área completamente distinta.
Sabemos
que el lenguaje formal se encuentra en las áreas de Broca y de
Wernicke. En cambio, las palabrotas, aparentemente, están almacenadas en
el sistema límbico, un complejo sistema de redes neurológicas que
controla y dirige las emociones.
Frente a un dolor intenso, las
personas de cualquier condición, edad o cultura, por lo general, sueltan
palabras y gritos que en ocasiones rayan lo soez. Investigadores de la
Universidad de Keele (Reino Unido) confirmaron que, al sentir dolor y
expresar en voz alta la palabra que ellas escogieran, el umbral del
dolor se aumentaba de manera importante (mayor resistencia al mismo) en
relación con el lenguaje soez.
Esto, dicho de manera genuina,
aumenta las variables del cuerpo que actúan en el estrés, ya que al
competir el dolor con mantener en el tiempo la voz o el grito, el
cerebro se distrae y la sensación dolorosa tiende a disminuir. De ahí
que se intervenga como una reacción natural de tipo instintivo, a veces
imposible de bloquear.
Parece que para el cerebro las palabrotas ni siquiera son palabras, sino grumos de emoción
Estas
novedades sobre el comportamiento neurológico ayudan a explicar por qué
todos los esfuerzos para erradicar los insultos a través de la historia
han sido fallidos.
Prohibir palabras que en realidad están
conectadas a las emociones es tan imposible como intentar prohibir las
emociones en sí: conociendo la naturaleza humana, no hay chances de que
eso funcione.
Estos conceptos se suelen identificar con los
de ordinariez y lo grosero, aunque no deben confundirse con la totalidad
del registro lingüístico vulgar, coloquial o familiar, ni con las
llamadas lenguas vulgares.
Nuestro querido e inolvidable Roberto Fontanarrosa (un humorista gráfico y escritor argentino) decía al respecto:
“Obviamente
no sé quién define a las palabras como malas palabras, tal vez sean
como esos villanos de viejas películas, que en un principio eran buenos,
pero la sociedad los hizo malos”.
Tal vez…
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